El primer árbol nube


Casi siempre los cuadros surgen sin más. A veces es una necesidad de plasmar una sensación, que te corroe las entrañas y que necesitas sacar de algún modo, para que deje de horadarte. Otras, encuentras un texto que te emite una imagen tan clara que te apetece pintarla. Pero la mayoría de las veces, surgen ideas que no sabes de dónde salen y mucho menos qué narices quieren decir.

Cuando esto me ocurre, nunca busco una explicación. Pero sucede muchas más veces de lo que puedo prever, que con el tiempo, adquieren demasiado sentido. Cuantos más años pasan, más claro tengo por qué pinté una escena. Me ocurre con los más pueriles, los que se presentaban como más inocentes. Se cargan ellos solos de contenido, de sentido. Y se  explican como un viejo diario, abierto de par en par. Los veo y pienso "uf, qué dura fue esa etapa", "huum, qué buenos momentos aquellos"... Este cuadro es uno de esos, uno de los mal llamados inocentes.  

Lo que ocurrió con este cuadro es que tras una exposición, varias personas hicieron una lectura que no era la correcta, pero que tenía validez y coexistía con la mía. Era como oír distintas opiniones sobre un mismo asunto. Y dio lugar a interpretaciones maravillosas
Un gran amigo, escritor y periodista, Juan Duce, aún dio un paso más, creando un cuento a raíz de la obra. Que algo que pintas sin más pretensión que disfrutar de tu trabajo, genere una nueva creación es de lo más bonito que me ha ocurrido en esta lucha por mezclar colores. No ha sido la única vez, como ya os he comentado en otra entrada al blog. Pero esta, fue la primera.
Os dejo con su precioso cuento y el cuadro que lo inspiró.


Acrílico sobre lienzo. 40x120cm. 2004. Colección privada. Zaragoza.


El primer árbol nube” 

El primer árbol-nube que apareció entre nosotros llegó sin avisar. Amanecimos con él una vez que concluyeron las seis noches oscuras de Agosto. Seguramente, procedía de una especie muy lejana; más allá de la provincia Ventosa. 
Desde luego, por aquí no habíamos visto nunca nada semejante. Su llegada produjo un auténtico alboroto, no tanto por su extraña silueta sino por la forma extraordinaria con que se presentó: era ya un árbol maduro, de sanas raíces y vistosos frutos. 

Su llegada produjo cierto malestar entre los cactus de La Polvorosa, que no soportaron ver el próspero jardín que, ya desde los primeros días, se adivinaba en el regazo del primer árbol-nube. A su sombra crecieron rápidamente pequeñas matas de hojas carnosas, palmeras enanas y un denso césped que hacía las delicias de los animales más chicos. Sigo pensando que el cactus-jefe no recibió bien la llegada de otra especie capaz, como eran ellos, de almacenar una gran cantidad de agua: sin duda, el tesoro más preciado en La Polvorosa. Quizá por ello, enseguida se apresuraron a pronosticar que un árbol-nube no resistiría en el desierto más de dos estaciones.

Es posible reconocer a los árboles-nube por su aspecto carnoso y suave como el de un melocotón. El tronco, robusto y firme, es su parte más característica: puede ser de distintos colores, aunque son más frecuentes los amarillos y naranjas. De hecho, su corteza es muy similar a la de un limón o una naranja. Las raíces son muy superficiales. Como si fueran un pedestal, elevan todo el conjunto por encima de la vegetación que siempre brota a su alrededor. Estén donde estén, los árboles-nube siempre sobresalen del resto y es fácil distinguirlos, incluso desde otra colina.

Las ramas de estos árboles son gruesas pero cuando alcanzan la copa acaban perfilándose y confundiéndose con una densa niebla de algodón transparente, que se alarga formando figuras en el aire. No hay dos árboles-nube iguales pues, como el fuego, su copa también está en continua transformación; sobre todo en épocas de tormenta. Es entonces cuando caen sus frutos más hermosos. 

Aquel verano fue especialmente duro en La Polvorosa. Desde el insecto más insignificante hasta el baobab más soberbio. Todos pidieron audiencia para pedir más lluvias y, sobre todo, para que acabara con los largos días de angustia e insomnio. Algunos insistieron mucho pero, como les recordaba con impotencia, no era algo que estuviera en mis manos.

Sin embargo, aquello pasó rápido. Pese a su dureza, aquel verano fue más breve que de costumbre. Parecía como si, tras la llegada del primer árbol-nube, el fuerte viento que azota la comarca se hubiera llevado con él las mañanas y las tardes. Todos en el desierto de La Polvorosa admiraban atentos los progresos del árbol-nube. Fue una verdadera atracción para nosotros. Tanto, que muchos animales y algunos matorrales olvidaron hacer las tareas que nos son propias durante el verano. Llegué a temer seriamente por la vida de muchos de ellos, pues estaba seguro de que no resistirían el frío afilado del invierno. 

Pasaron varias semanas hasta que el árbol-nube se comunicó con nosotros. Pero para entonces, cada especie tenía ya una opinión formada sobre el nuevo inquilino. Al descarado malestar de los cactus se unieron las quejas de la mayoría de plantas verdes y el desencanto de los animales de trote corto. Decían que los árboles-nube no eran sino una maldición. Una plaga de plantas parásitas que utilizaban agua subterránea para poder regar sus ostentosos jardines. Nadie si no, comprendería la rapidez con que aquel vergel brotó del polvo y la piedra blanca. 

Con el tiempo supe que muchas especies intermediaron para que los comentarios llegaran con agilidad hasta mis oídos. Había que acabar con la plaga cuanto antes. De no cortar con ella, auguraban, era muy posible que nuevos árboles-nube se asentaran en La Polvorosa. Y eso significaría la muerte para todo el desierto: para las plantas, porque no sobrevivirían sin agua y para los animales que se alimentan de plantas, primero, y para los carnívoros, después. 

Un día, una espora enana, sin duda la especie más indiscreta del desierto, dijo al oído del cactus-jefe que el árbol-nube quería hablar con ellos. Que había tardado unos días en aprender el dialecto de la comarca (muy oclusivo y difícil de asimilar) y que, ahora, estaba en condiciones de explicarse. Por supuesto, la espora añadió algunas impresiones de su cosecha: “el nuevo –dijo- nos ha estado estudiando”. ¡Ten cuidado!, le advirtió. "No se puede confiar de una planta que es capaz de regarse a si misma…"

De forma que, pese a mis esfuerzos, nadie tuvo la oportunidad de hablar con el árbol-nube. El otoño llegó puntual y con él los primeros vientos. He de decir que La Polvorosa es un lugar impropio para el hombre durante el verano. Ningún aldeano se atreve a cruzarlo hasta bien entrados los mes con “erre”; de modo que desvían las vías de paso por la provincia Enjuta para evitar el intenso calor. Debieron de pasar dos meses hasta que Ahmed, el pastor de cabras, topara una tarde con el árbol-nube. 

Ahmed es una persona muy religiosa y suele descansar a orar a la sombra de los árboles de las colinas Centrales. Le gusta apoyar sus rodillas sobre las raíces de los baobabs. Así, dice, nota mejor nuestra compañía; pese al dolor del primer rato. Eso me gusta de Ahmed. Sabe querernos. Y eso se respeta mucho en el desierto. Ahmed estuvo tres días y tres noches bajo el primer árbol-nube. Orando, pero también disfrutando de la densa pradera, de los frutos maduros y de la fresca sombra. Pasó los días dando forma a las siluetas que dibujaban las nubes y respirando la humedad dulce que liberaban continuamente. “Es la criatura más hermosa que he visto jamás”, se dijo al llegar al vergel y cerró los ojos. Al abrirlos, sintió que la fuerza le sobraba, la mente clareaba y el corazón pedía de comer con serena tranquilidad. Ahmed pronto se dio cuenta de que había dormido 'el sueño de los pastores'. Aquel del que tanto le habían hablado los mercaderes de Abisinia. 

Tal era el asombro con que Ahmed regresó a la aldea, que apenas pudo explicar lo que había visto en el desierto. Los pastores son gente introvertida cuando escuchan su silencio, pero tremendamente habladores cuando advierten compañía; de modo que a Ahmed se le olvidó guardar el secreto que le había confiado el desierto. La noticia corrió más rápida que el viento de la comarca. No hizo falta esperar más de dos lunas, para que los primeros hombres de Ciencia comenzaran a cargar cabalgatas para llegar al corazón del desierto, donde se había instalado el árbol-nube.

Pero cuando Ahmed llegó hasta allí, el paisaje había cambiado. El lugar que ocupaba el árbol-nube había sido absorbido por una densa extensión de barro. La tierra, como relató Ahmed ante los hombres Ciencia, dejó de agradecer el agua que emanaba de él. Al despreciarlo, el desierto le había propinado el castigo más duro que puede recibir un árbol-nube. Ahmed sabía que las últimas gotas que brotaron de su copa transparente ya no eran frutos, sino lágrimas de impotencia. 

Pese a ello, el pastor sonrió ante sus anfitriones. Él tampoco creía que un árbol-nube podría sobrevivir en el desierto. Al menos, eso fue lo que dijo en voz alta. Pero al despedirles, Ahmed pudo recordar con inusual nitidez cada uno de los instantes que le había regalado aquella criatura maravillosa. Ahora sabía por qué un árbol-nube es inmortal. Porque habita en ti desde el mismo momento en que le demuestras la valentía suficiente de amar a quien no te necesita.

Lo que ocurrió, pensó el pastor para sí, es mío para siempre...


Juan Duce


P.D: Os dejo un enlace del segundo árbol nube, donde se aprecia su tronco. http://timmytimone.blogspot.com.es/2010/06/la-isla-del-tesoro.html

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